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10 cosas de una vida incompleta

¿Os habéis sentido alguna vez como que no tenéis nada completo? Que las cosas están a medias y no sabes cómo hacer para cerrarlas y terminarlas. Quizás es que no se pueda. Pero la sensación es de vacío. Hoy me siento así. Son las dos de la mañana y tres minutos y para paliar este nudo existencial y que me vuelva el sueño voy a hacer una lista chorra sobre cosas que hacen que sientas que tu vida sea incompleta. Ya sabéis, se trata de ese tipo de listado que tanto se llevan y que los medios de comunicación tanto utilizan para conseguir más visitas, objetivo que no es el mío. Si tenéis alguna que añadir,  bienvenida será: 1- No tener una casa propia. 2- No haber escrito nada bueno. 3- No tener un trabajo que te guste. 4- No sentir una vocación por nada en concreto. 5- Ir de puntillas sin hacer ruido. 6- No quejarte lo suficiente. 7- No decir lo que piensas (ésta va muy relacionada con la 6).. 8- No gritar cuando lo necesitas (ahora mismo). 9- No cumplir tus sueños, ni inte

Días perros


Soy simpático, listo y dicen que graciosete. Son los rasgos característicos de mi perronalidad. Sí, soy un perro, lo que comúnmente se denomina chucho. Ningún secreto para vosotros.

Mi pasado fue muy turbio. Soy dickensiano por encima de todo. Mi libro preferido es Oliver Twist, la realidad barriobajera que relata tiene mucho que ver con la mía, aunque ésta sea en versión española. Es la primera vez que voy a contar mi vida. He intentado olvidar los episodios más duros. Servirá, eso creo, para superar traumas que, aunque cada vez menos, de vez en cuando aparecen.
A los tres años mi vida cambió. Como no quiero parecer un pupas y daros pena, os digo, desde ya, que mi existencia empezó a sonreír el día en que conocí a Rosa, mi niña. Eso fue unos meses después del atropello y de mi perra vida anterior. No me vayáis a ser blandengues y hacer algún pucherillo mientras seguís con el relato de mis Tiempos difíciles.
Como con Dickens, a veces, el porvenir más triste del más miserable puede cambiar.
***
Pepa, La Pelleja
Nada más nacer, de perra de mala vida y padre desconocido, me encontré en una casucha de campo en algún lugar del que no puedo daros ninguna referencia. Un pradito con hierbajos, que llevaban años sin ver un cortacésped, fue testigo de mis primeros correteos. Tenía sensación de libertad, sólo era eso, una ilusión. Miraba a la vieja con mucho amor, ella nunca posó sus ojos en mí. Ni una caricia ni una palabra cariñosa. Nada. Por lo que oí una vez, se llamaba Pepa, pero para mí, siempre sería La Pelleja. Era vieja, flaca como un hueso roído, y con tantos surcos en su piel que se podían plantar calabazas. El perro del vecino, al que no vi nunca, me dijo a través del seto que estaba loca como una chota. Me di cuenta de que no, lo que le pasaba a La Pelleja era que le daba al drinking de mala manera. Por el día dormía la mona, y cuando se despertaba, ya sin luz, volvía a sostener su botella de Gordons. Mis días eran a cuál más desgraciado. Cuando era cachorro me dejaba suelto entre la maleza, esos momentos de dicha pronto acabaron, me ató con una cuerda a una argolla que tenía en la entrada. Así que os podéis imaginar qué vida más perra llevaba. En esa época me dedicaba a cazar moscas, literalmente, me moría de hambre. Con La Pelleja sólo veía comida cuando tiraba las sobras fuera y tenía la suerte de que cayeran en mi campo de acción, muy limitado, por cierto. A veces, cogía carrerilla y saltaba con tanta energía, que me hacía sangre en el cuello del tirón que pegaba la cuerda. Cuando conseguía llegar a los despojos era feliz. Lamía las heridas y me dormía.
Sí sois muy sensibles, podéis pasar de largo el párrafo siguiente, os podría afectar.
Cada día estaba más débil, obvio, llegó un momento en el que La Pelleja sólo bebía, así que lo único que podía conseguir para comer, eran mis propias heces, sí, es así de duro, y sus vómitos de bilis y alcohol, que me sentaban fatal, lógico, los devolvía, y a su vez, me los volvía a comer. La miseria llevada a los extremos de la Inglaterra decimonónica. No conocía otro mundo, pero mi instinto me decía que fuera del sufrimiento habría algo más. Lo de molerme a palos lo llevaba mejor, había un momento en el que te volvías insensible, y caías en un estado de shock en el que no sentías nada, y eso era mejor. Ahora sé que mi peso normal es de unos veinte kilos, en esa época turbia no llegaría a los siete, y ahí incluyo la parte de mis melenas llenas de nudos y rastas que también deberían de pesar lo suyo. Estaba hecho un cuadro de un mal artista.
Un día de sol, casi desfallecido, empecé a roer la soga que me aprisionaba. Poco a poco la iba humedeciendo, lamido a lamido, después pequeños mordisquitos, y vuelta a empezar. Era mi rutina, así le veía un poco de sentido a mi desafortunada vida. La Pelleja no se daba cuenta de nada, sólo gritaba, pegaba y vomitaba, así que, tras unos días de mucho curro, lo logré. No podía correr, me arrastraba como en las maniobras del ejército por la broza. Me vio desde el ventanuco, salió empuñando un tronco enorme, yo no podía moverme con rapidez, ella tampoco, me logró golpear. En el suelo, la miré, saqué el poco arrojo que me quedaba, me lancé a su cuello y le hundí mis colmillos. Ella chillaba como un cerdo en San Martín, pero yo no la solté hasta que se desplomó. No me moví durante horas, entré en la casa, comí todo lo que encontré, que aunque poco y rancio me supo a delicatessen. Cogí fuerzas y salí del infierno. Pepa, La Pelleja había muerto.
***
El Cojo
Deambulaba, dormía entre contenedores. Conocí a muchos perros y humanos. Me curtí. El Cojo me acogió. No sentía dependencia de nadie pero él me cuidaba, a su manera. Vivía bajo un puente, según comentaban era el de Segovia. Decían que ahí se suicidaba antes mucha gente. Nunca vi a nadie caer. La comida la buscaba yo. No dependía de nadie. Él me daba cariño, o eso creía. Nunca me había sentido tan cerca de alguien. Las noches frías las pasábamos juntos, debajo de cartones. Me gustaba. Él bebía, no como La Pelleja. Pimplaba a su manera, de forma continua cuando podía, y con temblores cuando no. Parecía un perro nuevo: El Cojo me cortó las greñas, a cuchillo, como hacían en el Oeste. Yo era el amo de ese sitio. Conseguía comida, el Carrefour de Lavapiés era el mejor. Sabía cuándo me podía meter en sus cubos para conseguir manjares de ricachones; el Mercadona de Acacias tampoco estaba nada mal, pero si quería perrear de verdad, me metía en el pijo Mercado de San Miguel y conseguía virguerías, para mi cojo, sus colegas y los míos. No penséis que tenía amigos, yo que nunca me había relacionado con nadie, sólo tenía la ilusión de ser popular. Nada más. Aquí nos movíamos por chulería. Tal cual. El Cojo, perdió su pierna por algo que él decía que era la polio. Era un tío majete, comparado con La Pelleja, era un pan bendito. Me introdujo en la literatura. La gente piensa que los vagabundos son incultos, nada que ver con mi amo. Sólo vivía por sus realistas, así los llamaba. Sólo había leído a Galdós, Víctor Hugo y Dickens, y para él eran la esencia del buen lector. Se le iba la olla con ellos, pero era lógico, si te sabes de memoria sus obras completas tienes que terminar majareta entre delirios novelescos.
Yo soy más crítico, de Galdós me quedo con la primera serie de los Episodios Nacionales. Del gabacho, Los Miserables y de Dickens ya sabéis cuál. Me conozco la vida de Oliver Twist al dedillo. Llevaba una vida bastante cómoda, aunque siempre tenía que estar alerta. Había demasiadas peleas, a mí no me gustaba involucrarme. Si no tenía más remedio daba alguna que otra dentellada, nada serio, eran heridas superficiales.
Una noche mientras descansábamos al lado de una fogatilla se acercó El Mellao con cara de pocos amigos. Ese tío era peor que un dolor de muelas. Nunca sabías por dónde te iba a salir. Le exigió a El Cojo un trago de su tintorro. Mi amo se lo dio. El Mellao quería bronca. Vertió el brick encima de los realistas y les prendió fuego. Su risa de loco se multiplicaba con el eco del silencio del puente. El Cojo intentó salvar sus únicos tesoros. El Mellao le empujó. Yo le mordí en la pierna. Sacó un cuchillo de carnicero y le asestó a mi amo tres puñaladas traperas. De nuevo, y por última vez en mi vida, saqué mis colmillos, los hundí en la yugular de El Mellao hasta que dejó de respirar. Mi amo murió. El incendio acabó con Galdós, Víctor Hugo y Dickens.
En la calle Bailén, como un homenaje del destino a los Episodios Nacionales quemados, me atropelló un coche.
***
Rosa, mi niña
El mejor día de mi vida:
Recuerdo cuando la vi por primera vez. Fue hace años ya. Estaba preciosa, con sus ropitas de colores, sus ojitos brillantes y su sonrisa de niña buena. Desde el primer momento me encantó, me quedé como loco. Mi cabecita volaba, no podía pensar en nada. No veía ni a Black, mi compañero de jaula en la perrera donde me encerraron después del atropello. Y, con mi poco realismo característico, empecé a imaginarme la vida con ella. Daba grandes paseos por el campo, corría por la orilla de un río azul enorme o me tumbaba al sol y la miraba… Dejé de soñar cuando se acercó. Y puse cara de pena para conquistar su corazón y que, por fin, me sacaran de esa maldita perrera. La vida me había curtido pero para esa tribulación, no estaba preparado. Cuando viene alguien siempre esperas ser el elegido, sea quién sea, pero esta vez era diferente, quería que fuera ella con toda mi alma de perro. Mi corazón empezó a latir tan deprisa que me iba a estallar. Tampoco me quería hacer ilusiones en vano y miraba cada uno de sus movimientos intentando descubrir si se había decidido. Madre mía que mal lo pasé en esos momentos, la veía ahí y me decía para mis adentros: “Por favor, diosito de los perros que me elija a mí, que me elija a mí. Prometo que no morderé a nadie más en la vida. Perdóname lo de La Pelleja y lo de El Cojo”. No había acabado con mis oraciones de medio pelo cuando vi que se dirigía hacia a mí. Qué sensación. ¡Sí! ¡Me había elegido! ¡Gracias! Quería saltar. Quería correr. Lloré de la emoción. Sentí sus manos acariciándome por primera vez. Nunca olvidaré ese día. Para mi fue el mejor de toda mi vida.
Ahora tengo nombre. Me llamo Puck, en honor al duendecillo de El sueño de una noche de verano. A mi niña le gusta mucho la literatura, incluso más que a El Cojo. Todos los días me rasca la barriga, es lo que más me gusta. Yo creo que es como los besos. En la estantería del salón y de su habitación tiene a los realistas y a muchísimos autores más. Mi niña me dijo que mientras trabajaba por las mañanas aprovechase para escribir. Me hizo un blog para que lo contara todo. Ella sabe que tengo un pasado, imagina que no muy bueno. A veces por la noche cuando duermo y se acerca gruño, por miedo, por mis temores, pero ella lo comprende. Lo de la basura no le gusta tanto, aunque coma mis bolitas de pienso todos los días y alguna que otra fruslería ibérica de vez en cuando, mi niña no soporta que rebusque en la basura de orgánicos. Y sé que tiene razón pero no lo he podido evitar. Ahora creo que así, contando mis vicisitudes quizás me sienta mejor y no me den arranques de mi perra vida anterior. La sensación de felicidad que tengo tiene que ser parecida, o igual, a la que mi adorado Oliver Twist vivió cuando descubrió que Rose Maylie era su hermana y que le esperaba una vida llena de dicha. Su lugar en la sociedad. El mío está aquí.
Soy simpático, listo y dicen que graciosete. Ahora me conocéis.

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