— ¡Leota! Apaga la luz de una vez. Siempre con esos cuentos
que solo dicen tonterías. No voy a repetírtelo más. Lea, vivía con su tío.
Hacía un año que su mamá se había ido. La última vez que la
vio en el hospital le dio un libro y un beso de algodón.
Esa noche llovía como si el mar se hubiese ido al cielo y
cayese en gotas enfadadas. Lea tenía miedo de los relámpagos y solo se calmaba
cuando leía.
Salió de la habitación, miró a su tío y, entre lágrimas, le
dijo que tenía miedo. Lea no soportaba ni los gritos ni las tormentas.
— No me vengas con lloriqueos. A ver si vas a tener que
hacerlo con razón... Lea se metió en la cama y se tapó hasta el último pelo de
la cabeza. Abrazó el libro que le había regalado su mamá y deseó desaparecer.
Al dormirse, Lea soñó que volaba tan alto que su pueblo se
transformaba en traviesos puntitos verdes y marrones que no dejaban de brincar.
Un rayo de sol entró de puntillas para acariciarle la mejilla a Lea y la
despertó.
Lea, frotándose los ojos, se asomó a la ventana. Seguía
lloviendo, pero las gotas eran hojas de papel. ¡Páginas escritas!
Quiso bajar a comprobarlo. Entonces descubrió que su
habitación estaba encaramada en un gigantesco árbol cubierto por miles de hojas
de colores.
Lea cogió su maleta de encima del armario y bajó por una
parte del enorme tronco que zigzagueaba en forma de escalera de caracol.
Ayudándose de su camiseta del pijama, a modo de cesto,
recogió todas las hojas escritas que llovían hasta llenar la maleta. Al dejar
de llover subió al árbol.
El sol se colaba en su habitación iluminando las páginas que
había recogido. Con mucha paciencia, decidió juntarlas.
Con esta primera tormenta reunió un libro titulado Momo. Al
terminar de leer la última página, Lea quiso ser como esa niña que sabía
escuchar a los demás. Se durmió feliz.
Las lluvias eran muy frecuentes. Lea sabía que se acercaba
una tormenta de páginas por el olor a papel del viento.
Ataba sábanas como si fuesen mallas de trapecista en las
ramas de su árbol para recoger más páginas.
La maleta siempre abierta esperaba las lluvias en la rama de
la entrada de su habitación.
Una vez recogió La isla del tesoro, y al leerlo Lea quiso
ser pirata y vivir grandes aventuras.
Cuando leyó El Principito, Lea imaginó que su árbol era su
Planeta. Y que ella también era una princesa.
En la última lluvia Lea juntó las páginas de un libro titulado
Alicia en el País de las Maravillas. Y Lea decidió que tendría un conejo. Se
maravilló al leerlo.
Los gritos de otros
tiempos se fueron evaporando con cada una de las lluvias y, con ellos, se
fueron todos los miedos de Lea.
Un día sin lluvia, mientras Lea se balanceaba en el columpio
de la rama más alta, oyó un silbido alegre y pegadizo que se iba acercando.
—¡Holaaaaaaa! ¡Holaaaaaaa! ¿Quién vive en este árbol? Soy
Doré. Lea se asomó entre las hojas multicolores y vio a un chico de pelo muy
largo con una guitarra en su espalda que miraba hacia arriba.
—Hola, soy Lea. ¿Quieres subir a mi árbol? Te puedo prestar
un libro. Me han llovido muchísimos y son preciosos. Doré trepó de rama en rama
como una ágil ardilla hasta que sus ojos tocaron a los de Lea.
—Me gusta mucho tu
árbol Lea. ¿Sabes que existen muchos árboles y niños y que cada uno se riega
con una lluvia distinta?
—Y a tu árbol Doré, ¿qué gotas de lluvia le caen? —preguntó
Lea con cara de sorpresa.
Al árbol donde vivía Doré le llovían melodías y partituras.
Era amarillo, naranja y rojo. Menos frondoso que el de Lea pero tal alto como
la más grande de las jirafas.
Desde ese día Lea y Doré no dejaron de compartir sus libros
y su música. Escuchaban y se contaban historias, cada una de ellas iba acompañada
de una música única y diferente.
Poco después, Lea con
su maleta llena de libros y Doré con su guitarra, emprendieron un largo viaje
para conocer a los otros niños, sus árboles y el sinfín de cosas especiales que
les traía la lluvia.
Comentarios